Absalón
Méndez Cegarra
La Semana Santa es para los
católicos del mundo tiempo de recogimiento, arrepentimiento y reflexión. La
Pasión y muerte del hijo de Dios, conmueve la fibra humana y trae al presente lo sucedido hace más de dos
mil años. La pasión de Jesús es vivida
todos los días por nuestro pueblo. Jesús, es cada uno de los venezolanos, que,
sin razón alguna, sólo por decir la verdad y poner al descubierto los
sufrimientos a los que le somete una casta dirigente en el poder, los fariseos
de siempre, con su Poncio Pilatos a la
cabeza, es agredido, vejado, humillado,
maltratado, torturado, asesinado o privado de libertad.
Hoy, es domingo de Pascua de
Resurrección, la gran esperanza de la humanidad. Durante la semana se han
realizado miles de viacrucis que recuerdan la Pasión del Señor; pero, millones de venezolanos, de familias venezolanas, han
vivido su propio y particular calvario, no sólo desde hace más de sesenta días,
sino desde hace 15 años y muchos más, en manos del hampa asesina, la
delincuencia desatada y protegida, la violencia callejera y la saña de los
cuerpos armados militares, para militares y policiales, y, sobre todo, de la
pobreza, de la privación absoluta, y
la situación humillante a la que suele
sometérsele, bajo el argumento falso de
superación. Cada ser humano que ha caído muerto en la contienda, cada herido,
cada detenido y preso, en la lucha de
resistencia por conquistar la libertad, igualdad y democracia, es un mártir, es
un nuevo Redentor, que ha dado la vida
para salvar a su pueblo de la barbarie y la miseria; pero, también es mártir,
el hombre o mujer, que arrinconado en su mundo miserable se le reta a que
despierte, a que “ baje de los cerros”, a que exhiba su descontento, a
sabiendas que no lo puede hacer porque dos factores poderosos, creados por el
régimen, se lo impiden, a saber: la limosna social-asistencial que anestesia y
paraliza; y, los organismos-bandas armadas locales-y servicios de espionaje que
delatan a cualquier vecino inconforme, sometiéndole a chantajes, secuestros,
robos e, inclusive, la pérdida de la vida.
Así, es la vida en nuestros
barrios. Lugar donde vive gente de bien, honesta y trabajadora; pero, sometida
por malhechores tarifados que impiden la protesta, inclusive, de sus precarias
condiciones de vida. Grupos de bandidos, supuestamente, al igual que en Cuba,
defensores de la revolución, traidores de su clase y enemigos del pueblo. Se
equivocan el Alcalde del Municipio Libertador y el Presidente de la República, cuando
se regocijan públicamente, porque la gente de los barrios no baja, no se
suma a la protesta que adelantan otros sectores de la población, al parecer,
según el decir del gobierno, porque
viven bien, porque están obesos de sobrealimentación o alimentación abundante.
¡Vaya!, irrespeto al pueblo venezolano y
demostración de cinismo. Por lo visto, los señores del gobierno, nunca han visitado un barrio pobre caraqueño
y, menos aun, del interior del país; tampoco, se han sentado a escuchar las
angustias y penalidades de sus moradores. En el corazón de la gente, privada,
básicamente, de recursos económicos, con lo que equívocamente suele
identificarse el fenómeno de la pobreza, late un gran malestar y descontento, que, muchas veces, no sale a flote, no se expresa, para jolgorio de los
gobernantes, debido a que desde las religiones y todo tipo de ideologías,
especial, las mal llamadas socialistas, se alimenta la esperanza en un mundo
mejor, en un mundo por venir, en el “vivir bien”, en una sociedad “más Justa”,
con “mejor calidad de vida”. Esta esperanza es la que sostiene la miseria, la
que es estimulada por el gobierno con
dádivas y limosnas que frenan, aparentemente, la potencialidad del conflicto
social, lo que, a su vez, sirve,
curiosamente, de legitimación del poder.
Ahora bien, desde tiempo inmemoriales y, por
causas que a muy pocos les gusta analizar objetivamente, unos seres humanos han
visto con ojos de piedad y misericordia
a otros seres humanos sometidos, inexplicablemente, si somos todos iguales, a estados de necesidad, resultados de hechos
sociales que los causan. Esta misericordia ha recibido a lo largo de la
historia varios nombres: caridad, “amor al prójimo” y, modernamente, asistencia
social. La ayuda al prójimo, en el lenguaje bíblico, establece que la ayuda no
debe ser humillante, vejatoria, ni para el que la da, ni para el que la recibe;
y, en el lenguaje coloquial, “hacer el bien, sin mirar a quien”. Entre
nosotros, sucede todo lo contrario. El gobierno nacional ha instaurado una
política social de carácter asistencial que humilla y veja a sus beneficiarios.
Los registra, como mecanismo de control clientelar; alimenta esperanzas de
redención social: becas, pensiones, vivienda, salud, alimentación, etc; y, finalmente, compromete y asegura lealtad y
sumisión, sin importar sí la ayuda se ha hecho efectiva o no. Prueba evidente
de lo afirmado la constituye la tarjeta “vivir bien”, la tarjeta de
racionamiento, las largas colas para adquirir alimentos básicos subsidiados o,
el acceso a bienes y servicios como la vivienda o el empleo.
El colmo de esta
práctica humillante y vejatoria lo constituye el marcaje en el cuerpo humano de
números que identifican a las personas y su lugar en la cola, para adquirir determinado bien o
producto, luego de permanecer días y
noches tirados en la calle, durmiendo a la intemperie, para conocer, al final
de la jornada, que no han sido beneficiadas y deben cumplir, al siguiente día,
con igual rito. Poco falta para que el gobierno implemente un nuevo tipo de
herradura, posiblemente con las iniciales HRCH, para cifrar a las personas, como
se hacía con los esclavos en el pasado,
y, luego, con el ganado,
demostración de propiedad y, sobre todo, para garantizar el control del
rebaño. Así, las cosas, el asistencialismo no cultiva ciudadanía, como piensan algunos; sólo, legitima el poder y
genera una pasividad forzada, resignación, mejor, que a todos los efectos, es
humillante para todos los nacionales de Venezuela.
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