DOS DÉCADAS PERDIDAS PARA EL DESARROLLO
Absalón Méndez Cegarra
En Venezuela llevamos dos décadas con un signo fatídico. Imposible ha resultado celebrar durante los últimos 20 años unas navidades con alegría, tranquilidad y paz. El año 1999, marca el inicio del derrumbe venezolano. Comenzamos el siglo XXI con una tragedia, el llamado “deslave de Vargas” y cerramos las dos primeras décadas del siglo XXI, con otra gran tragedia: el naufragio y muerte de más de una veintena de venezolanos, hombres, mujeres y niños que han perdido sus vidas en el mar que nos separa de las Islas de Trinidad y Tobago, cuyo gobierno, inexplicablemente, han lanzado a la mar a nuestros compatriotas, olvidándose de las fraternales relaciones habidas entre Venezuela y Trinidad y Tobago y de los beneficios que nuestro país le ha deparado a las islas citadas, muy próximas a la Península de Güiria, es decir, del territorio venezolano.
La muerte, tal parece, acompaña y caracteriza a la “revolución bolivariana”. Cuando la muerte no es causada por catástrofes naturales y humanas, lo es por la represión, privación de libertad, desaparición forzada de personas, violencia policial y militar y, más recientemente, por hambre acumulada, desnutrición y mengua por falta de medicinas o, imposibilidad para adquirir alimentos y medicinas. La guadaña y no la estrella debería ser el signo del PSUV-gobierno.
El Estado Vargas y el país entero no han logrado recuperarse de su fatídico momento causado por las lluvias. Los sobrevivientes de aquella tragedia fueron esparcidos por la geografía nacional de manera totalmente desordenada, sin concierto, orden y control, lo que constituyó abono excelente para que se iniciara en Venezuela un nuevo tiempo de latrocinio y corrupción, capitaneado por las hasta ayer gloriosas FAN.
Transcurridas dos décadas, navidad 2020, el país sufre una nueva consternación. La muerte de más de una veintena de venezolanos aventados de su tierra por un gobierno indolente, rechazados por un país vecino, caribeño, beneficiario como ningún otro de nuestras riquezas y del sentir venezolano. La reacción del Estado venezolano ha sido ninguna. Bajar la cerviz cuando se trata de defender la venezolanidad.
Las muertes causadas por el covid-19 resultan cifras insignificantes comparadas con las derivadas de otras enfermedades, las cuales no pueden ser atendidas en nuestros destartalados servicios de atención médica, porque los mismos carecen de los más elementales recursos médico-asistenciales.
En Venezuela, las personas debemos decidir entre comer o comprar medicinas, pues, no hay dinero que permita cubrir las dos cosas ante la escalada de precios que ha tenido las medicinas y los alimentos. Es verdad, que, en algunos sitios, se consigue de todo, tal es el caso de los nuevos autos mercados y bodegones, por ejemplo, o, el fenómeno Catia, con grandes almacenes de alimentos importados, supuestamente, en manos de colectivos, poco creíble, por lo demás, debido a que se trata de grandes cadenas importadoras de alimentos que requieren mucho capital, no disponible, pensamos, por los colectivos, pues, de ser cierto, estamos en presencia de un nuevo y salvaje capitalismo comunal.
El gobierno nacional, cada día que transcurre, muestra su peor cara de mediocridad e incapacidad. En Venezuela, nunca habíamos tenido un gobierno tan tozudo, incapaz e indolente. Se niega ver una realidad económica y social que ha creado y está presente en todos lados.
Venezuela, antes de la “revolución bolivariana” tenía índices de pobreza, sin duda alguna; pero, la pobreza, en alguna medida, era tolerable; pues, existía la esperanza de salir de ella con educación y trabajo. En este momento, no. La pobreza es una mancha que cubre gran parte del territorio nacional. A la vieja pobreza, pre-revolucionaria, se le ha sumado la nueva pobreza revolucionaria. El saldo no puede ser peor. La educación de excelencia que veníamos logrando se ha esfumado. Ahora, la escuela, el liceo y la universidad son glorias del pasado. Los jóvenes se preguntan: ¿estudiar, para qué? Y, es, que no vale la pena estudiar, asistir a un centro educativo a recibir nada; y, ahora, con la pandemia, mucho menos. Cada casa, un aula. Sin electricidad, sin telefonía, sin internet, padres y representantes convertidos de la noche a la mañana en educadores improvisados. La educación ha dejado de ser vehículo de movilidad social. Y, el trabajo no puede ser peor. Trabajo precario, empobrecedor. ¿Costará al gobierno nacional mucho esfuerzo entender que resulta imposible vivir mensualmente con un dólar de los EE. UU? ¿Qué la adquisición de un bien o servicio, cualquiera que sea, sobrepasó esa cantidad? ¿Qué sus enloquecedoras medidas económicas y monetarias han pulverizado el signo monetario nacional hasta llegar a su desprecio como medio de pago? Nada se ha hecho. Hemos perdido dos décadas para dar el salto al desarrollo como pueblo.
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