EL MITO MISIONERO
Absalón Méndez Cegarra
Hoy, al igual que en la recientemente pasada campaña electoral, 2012, el tema de las llamadas misiones sociales se
ha convertido en asunto central de debate comicial. Por un lado, el gobierno
nacional ha convertido en héroe de la patria, con los calificativos de redentor
y libertador, a quien dio una denominación típica de la jerga
militar, a una serie de programas de corte netamente asistencial. Por otro
lado, el sector opositor, para defenderse del ataque desmedido que le atribuye
intenciones de acabar con dichos programas, obliga a que anuncie su permanencia y, es más, a proponer una ley
que los mantenga a perpetuidad, tal como lo quiso hacer su autor al someter a consideración
pública su proyecto de reforma constitucional, en el año 2007, negado y rechazado
rotundamente por la oposición.
El asistencialismo social no constituye ninguna novedad en Venezuela ni
en el resto de los países del mundo. Es una práctica generalizada de los Estados sobre todo en los países
donde los sistemas de seguridad social
se muestran sumamente débiles, con mínima cobertura poblacional. La asistencia
social se considera un peldaño para avanzar hacia la construcción de sistemas
de seguridad social sólidos y permanentes, tal es la recomendación de múltiples
organismos internacionales, como es el caso de la Organización Internacional
del Trabajo y la Organización Mundial de la Salud, las cuales, al unísono, han
aprobado y dado a conocer lo que calificamos una orientación universal para
redefinir la política social de las naciones del mundo, bajo el rótulo “piso de
protección social” (Informe,2012), mediante la cual se procura combinar
armoniosamente la asistencia social,
entendiendo por tal el desarrollo de programas sociales no contributivos, para una población objetivo, por lo general,
personas con menguados recursos económicos,
con los programas de seguridad social, de carácter contributivo,
destinados a sectores de población con renta garantizada, aun, cuando la
tendencia es a su universalización, es decir, a la atención de la población
total, a los fines que la protección social
no se convierta en una dádiva, en
limosna, que se manipula sobre todo para
legitimar acciones gubernamentales y conquistar una clientela electoral, fácil
de explotar, como ocurre actualmente en Venezuela.
El tipo de programas
asistencialistas que en Venezuela tenemos en la actualidad bajo la denominación
de misiones, al parecer, ha dado más dividendos electorales y, posiblemente, económicos a sus propulsores
que beneficios reales, auténticos, a sus beneficiarios. De ahí el interés por
mantener y cautivar esta clientela electoral. El día que se pueda hacer una
evaluación objetiva de las misiones, por ejemplo, del tipo costo beneficio, porque se conozca la
cantidad de recursos económicos canalizados por esta vía, es posible que se
encuentre que no ha habido proporcionalidad entre el gasto aplicado y los
beneficios o resultados obtenidos, más allá de los evidentes logros
electorales. Análisis de este tipo de programas, sobre todo cuando se
desarrollan sin concierto ni control, al margen de todo mecanismo de control
público, revelan que de cada unidad monetaria que se destina a los mismos, sólo
un porcentaje mínimo llega a los destinatarios finales, es decir, la población
objetivo, mientras que el resto, la parte mayor se queda en gastos
administrativos y apropiación indebida de recursos por parte de los
administradores de los programas, con lo que termina fortaleciéndose la
corrupción bajo el amparo de supuestas medidas de protección social para
sectores de bajos recursos económicos. Pero, si se agudiza el análisis
evaluativo y este se orienta por la evaluación del impacto que producen los
programas sociales asistenciales en la
población, se encontrará, con seguridad, como ya lo revelan algunos estudios
hechos hasta ahora, que si el objetivo propuesto es o ha sido el de reducir la
pobreza, el impacto ha sido cero o próximo a cero; por cuanto, repartir
mendrugos de pan alivia, ciertamente, el hambre, pero no soluciona el problema
social de la pobreza, al contrario, en algunos casos la perpetua, haciendo más
miserable la situación de las personas que se encuentran sumergidas en ella,
por diversas razones.
Los programas asistencialistas no
tienen por qué ser condenados a priori, menos aun, en un país como Venezuela,
que ha contado con una inmensa riqueza social, lograda, casi, sin esfuerzo
propio, razón suficiente para que se realice un proceso de distribución o
redistribución de dicha riqueza. Sería inadmisible que en el país, con tanta
riqueza, el gobierno no hubiese puesto en marcha una política social similar a
un sistema de riego por goteo. Lo que llega a las grandes masas de población
son gotas, pequeñas gotas que humedecen un terreno histórico y estructuralmente
seco y árido, cual es el de la pobreza. Programas sociales de este tipo, pero,
mejor concebido, y bien articulados y con resultados medibles, los encontramos
en países como Colombia, Chile y Brasil, por citar algunos, con denominaciones
distintas. En Brasil, en el año 2011, se
puso en marcha un nuevo plan contra la pobreza, bajo el rótulo “Brasil sin
Miseria”. Este plan brasilero está
destinado a “(…) 16 millones de personas
pobres, con el objeto de eliminar la pobreza extrema en los próximos cuatro
años. Este nuevo programa se basará en éxitos pasados tales como la estabilidad
macroeconómica y el programa Bolsa Familia que ayudó a sacar de la pobreza a 25
millones de personas”. Resultados de este tipo, por mucho que se quiera, no son
mostrables en nuestro país, debido a la incoherencia e improvisación que anima y
caracteriza a la política social del Estado venezolano.
Finalmente, debemos decir, que en
la tradición planificadora del país, los programas sociales asistenciales no
constituyen novedad ni en su concepción ni en sus resultados. Desde el Programa
de Febrero, 1936, hasta el segundo gobierno del Dr. Rafael Caldera, 1998, el
país dispuso de una gran variedad de programas sociales, muchos de ellos
retomados, por el gobierno que se instaura en 1999, por lo que el mito
misionero no tiene nada de espectacular.
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